Un sueño

Primer capítulo
Todo sucedió en unas pocas semanas. De repente me quedé sin trabajo, sin dinero y sin tener a dónde ir. No me lo acababa de creer. En la calle. A veces estas cosas suceden. Me había convertido en un tramp, en un vagabundo. Acudí a amigos, familiares. Todos me escucharon, se compadecieron, me aconsejaron, me desearon soluciones y hasta me dieron algo de dinero para seguir tirando, pero en resumidas cuentas no me resolvieron nada. Tampoco estaba en sus manos, ni era imaginable que me recogieran en su casa como si yo fuese un niño huérfano. Total que me vi en la calle. Es decir, sin tener dónde dormir, sin tener dónde recogerme.
Todavía recuerdo la primera noche que tuve que pasar al sereno. Caminé durante varias horas por las calles desiertas de aquella ciudad. Era una noche ya fresquita de principios de noviembre. Hacia las dos de la mañana me decidí a echar una cabezada en algún lugar apropiado. Busqué un portal donde me pudiese resguardar del vientecillo que se empezaba a levantar. Antes me procuré unos cartones que recogí de la basura. Me senté sobre los cartones, encogí las piernas sobre el vientre, alcé la solapa del anorak y traté de olvidarlo todo, traté de dormir como un niño. Al menos por unos minutos logré conciliar un sueñecillo. Hasta soñé. Soñé con otros tiempos o con otra situación, no sé: Yo corría por un prado inclinado, verde y soleado… Desde lo alto del prado una mujer agitaba un sombrero de paja saludándome, y reía; luego, poniéndose el sombrero sobre la cabeza y sujetándoselo con la mano, corría por el prado abajo a mi encuentro. Ese era mi sueño.
Cuando desperté no sabía dónde estaba. Lloviznaba levemente. Tardé unos segundos en darme cuenta de mi verdadera situación. Estaba en la calle. No tenía domicilio. Lo peor era que aquello resultaba nuevo para mí. No sabía qué hacer. Mañana trataría de resolverlo, pensaba. Siempre había resuelto mis problemas. Siempre hasta ahora. Me iría a otra parte. Sí, pero a dónde. Buscaría trabajo. Bueno, eso lo llevaba haciendo desde hacía varios días. Mis padres estaban lejos. Claro, siempre me quedaría esa baza: volver con mis padres. Pero no me gustaba la perspectiva. Se suponía que yo era un hombre, capaz de buscarme la vida solo. Además mis relaciones con mi padre no estaban en su mejor momento.
Me levanté de mi cartonil asiento. Tenía las piernas entumecidas. Caminé a través de una lluvia fina por las calles al azar. Afortunadamente todavía me quedaban algunas monedas en los bolsillos, las suficientes para tomar algo caliente, un café, o mejor un caldo. Esperé a que se abriera algún bar. En el primero que ví abierto entré casi pidiendo perdón. Me sorprendió sentirme acogido, en un lugar seco, cálido. Me pareció una maravilla aquella bebida caliente. Por unos momentos volví a sentirme persona.
Así anduve varios días dando tumbos por aquella ciudad cerrada. Me producía estupor verme rodeado de gente y, sin embargo, tan solo. La gente caminaba a mi lado ajena por completo a mis problemas y, seguramente, sin ganas de conocerlos o de verse implicada en ellos. Miraba las casas, los altos muros, como si fueran las murallas de castillos inaccesibles, llenos de vantanas cerradas. Me sentía prisionero en el exterior. Para mí no había entrada en todos aquellos espacios ajenos.
Una de las horas más duras para mí era hacia el fin de la jornada, hacia las siete o las ocho de la tarde. Ya estaba oscurecido. Veía a la gente salir de las oficinas, cerrar sus negocios, subir a su coche o marchar caminando hacia su casa. Me imaginaba a la gente entrando en su casa, caliente, acogedora, quitándose su ropa de abrigo, saludando a su esposa, a sus hijos, tomando una ducha y sentándose a ver la televisión mientras esperaban la cena tranquilamente. Yo mientras tanto caminaba por las frías y oscuras calles buscando donde atecharme para pasar la noche. Naturalmente, yo esperaba que aquella situación fuese transitoria. Esa esperanza era lo único que me mantenía vivo.
Vivía hipotecado. Todos vivimos más o menos hipotecados, pero mi situación era extrema. Estaba lleno de pufos y deudas de tal manera que todo cuanto entraba en mis bolsillos debía de salir inmediatamente de ellos para aplacar a mis acreedores. Por eso el dinero del paro no alcazaba ni siquiera para conseguirme una habitación.
Se acercaba el invierno; esto me producía una mayor inquietud. No era posible seguir durmiendo por calles y parques, por portales y precarios refugios abiertos e inseguros. Los albergues sociales estaban a tope y, además, no me gustaba del todo la compañía de la gente que allí me encontraba. Mi sueño era un garaje. Sí, un garaje particular donde pudiera preparar un catre en alguna esquina a cubierto del aire y de la lluvia, aunque tuviese que soportar el frío. Un lugar donde pudiese dormir seguro durante al menos cinco horas seguidas. Esa había llegado a ser mi máxima aspiración en la vida, porque la necesidad de alimentarme la iba solucionando más o menos entre los comedores públicos y los pocos céntimos necesarios para devorar una barra de pan con algo de margarina. También pensé en hacer alguna sonada, romper algún escaparate, por ejemplo. Así podría dormir en chirona algunos días. Por el momento mi estado físico era todavía aceptable, aunque arrastrase todo el día un sueño y un cansancio terribles. Pero temía la enfermedad. Si caía enfermo ya no sabría qué hacer. Entonces sí, tendría que volver con mis padres. Ya no me quedaría otra opción.
(continuará…)

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